Para: André Cruchaga y Marina Centeno
Todo en esta línea férrea del tranvía esquelético, se rige por una ley básica: la ley del equilibrio; que destempla el colmillo del lobo que camina en el andamio colocado en esta parte del universo. Hay muchas sorpresas guardadas en el calcetín del tiempo, también en las agujas que bordan la enseñanza de los polluelos. Aquí, despierto cada día observando y analizando junto con mis letras de reserva; de acuerdo al enseguida, este petate soporta mis huesos despellejados por el lento palpitar de la muerte. Sin embargo, cuando el cuerpo me obliga a sostenerme sobre el suelo ardiente de la pócima del pezón mismo, la sangre se coagula al instante y se vuelve inverosímil; pero el simple hecho de permanecer en equilibrio, se vuelve una faena en desconcierto, que provoca en mis sentidos una transformación cibernética de la vida en su esplendor. A veces las amapolas rojas parecen blancas, pero sólo es una mala jugada del desierto, que se vuelve interminable en la conciencia de las faldas volcánicas, obligando a los ojos a mantenerse equilibrados en la curva de la acera. A pesar de que los clavos de la mesa están puestos, uno de ellos se oxida y se sale; ahí entra el desequilibrio del muro perimetral, dejando entrar todo tipo de colibríes a chuparle el néctar a las flores con piernas jóvenes. Mientras tanto, mi cuerpo sigue flotando en la rencilla con la muerte, sigue esquivando a los cisnes negros, sigue cosechando colores en la tierra fértil del girasol en celo, sigue mostrando afecto a los perros que ladran, sigue demostrando que la lucha todavía no termina, sigue perturbando al televisor mediocre de los anuncios, sigue haciendo añicos los espejos que reflejan desinterés por la lectura, sigue estorbando a los malos hábitos que tienen los adultos, sigue fingiendo que es una basura inexplicable ante los ojos del pálido espectro inmóvil...
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