Comienzo a ver las barracas que se hunden en medio de tus senos, atisbo el lamento salvadoreño de Elena: ésta que esconde en medio del pubis una puerta a su elegancia, ésta que elude la sangre golpeadora de la almádana, ésta que vuelve a la prosa una fruta jugosa, ésta que consuela al caído en el regazo de sus piernas. Frente a mí, el sigilo de los vellos, la campana del sordo, el erotismo de la lingüística lengua, el tizne que se acopla a la minifalda. Quedo atónito en medio de los cipreses que acompañan el sabor del líquido que emana satisfactoriamente del clavel semiabierto; entristezco cuando las sábanas arden en llamas y las cenizas se convierten en hollín. Con certeza se ve a lo lejos el vestido en forma de coraza de la mujer antigua: éste que se vuelve sombrilla en contra del calor mismo, éste que atormenta las pupilas del entrecejo pornográfico, éste que desangra la zarza y obliga a las espinas a colarse en el lino. Allá por el 2000 me encontré escarbando en las arenas del tiempo y encontrando vestigios del futuro; ahora dibujo este arte con las plumas eternas del tranvía, que muestra sus vagones como versos apacibles, que aplasta cada trono con la verdad, que insiste en demostrar que es poderosa, que calma volcanes y los vuelve a encender.
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