Al estar dormido, las navajas me acogen.
Al estar despierto, las zarzas me respiran.
He pervivido como un castor
bajo las presas que retienen rastrojos.
A veces he resistido y me han asfixiado.
A veces la noche llega como espada
y los cabellos de las náyades me protegen.
Ha sido dura la lucha, oscura y a veces lúcida.
(Pero, ¿qué haces fingiendo espasmos al viento?)
No sé, tal vez solo la Luna los escuche
o los árboles que tiritan bajo la ardiente niebla
o las cataratas que brotan de las noches sin labios
o los labriegos que hacen folklor de las mazorcas.
Sin duda, en este laberinto de grilletes y barrotes
que truncan el plan próximo a desembarcar
en la orilla del vértigo de los puchitos de tristeza:
el vaho que viaja en el paladar de los transeúntes,
las palabras que hacen guijarros en medio del páramo,
los andamios que arman bosques en medio de la nada
y los senos que sirven de almohada para el caído.
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