Somos seres de instantes muy sutiles.
Acaso como la luz de las luciérnagas.
André Cruchaga
Entre la ponzoña de las carnicerías
el vuelo irreal de las aves, sigilo previo.
Surcamos a veces dentro de los ixcanales
y nos volvemos a ver dentro de un espejo
que musita caídos y páramos con estridencia.
A veces nos da por encerrarnos en la ergástula
y solo la caja de jade nos libera de nuestras cadenas.
Hemos vivido bajo el nido de angustia de la estirpe
y calcinamos nuestros ojos junto al abrojo de las sienes;
al fin y al cabo, somos bufones que erradicamos la congoja
y nos volvemos mimos cuando la naturaleza se ve perturbada.
Quizá ya nos aburrimos de la muerte
o la muerte ya se aburrió de nosotros;
no sé, tal vez por encima de los abruptos
los talones del desparpajo de la guadaña
y la invitación que nos hace la Señora de la Noche
a cenar raudales aletargados.
Ya he comido del pico de los abejarucos y desde el sinsabor de sus lanzas salivales, la marea que dicta sentencia como rumores: de trenes, pájaros, luciérnagas, centellas y brumas que llevo en el pecho, como la estaca que flagela la noche de un vampiro, que chupa liras y arpas con pasión.
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