Todavía la escarcha solloza al ras de la cáscara.
Todavía el techo del mundo tirita bajo el averno.
Todavía la aurora llega temprano al sereno de los espectros.
Hay en cada guijarro que cae de la bóveda celeste
una razón de hierro, de cobre o de plata; lobos rapaces.
Pero en el crepúsculo, cuando la luz del Sol entre la bruma
se asfixia con el salitre de las nubes a punto de estampida:
únicamente el puchito de cieno en el plumaje de las alondras
y los aullidos del espantapájaros que llaman tormentas.
Es de noche y la luz que desprende la Luna entre las flores
gotea como sangre de una de las puntas de las estrellas,
golpea el pómulo de los andenes y luego penetra sin aviso.
Hoy llueve, mañana la primavera emerge del páramo
y los conacastes sucede que los tenemos solo de estantes.
A la orilla de mi taburete, la creciente que pasa con sus cipreses
y el mar desteñido que los espera para darles la última morada.
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