El eco, nos devuelve las heridas de los bosques.
La secuencia de la lluvia, destempla el tejado
y las charcas hacen de su vientre volcanes.
En los cráteres del cielo, el vaho de las estrellas
que cae como mantis sobre el ritual de los suburbios.
Ahí en el declive de lamentos de los pozos,
la sangre que vuelve a suscitar miedo
y en la herida de las cárcavas:
la autopsia que nunca llegó a bisturí,
la máquina fabricante de muerte,
los teñidos trenes del acantilado
y los péndulos que cuelgan como niños
de los cabellos de las raíces a punto de impacto.
Aquí junto a los tabancos rotos de la hermenéutica:
las liras desafinadas del invierno,
los acordeones que asemejan costillas,
los tragantes que forman tsunamis
y las lámparas centelleantes del fetichismo.
Juventudes por los suelos del oleaje,
adoquines que bailan al son de la corriente;
mientras vos y yo, subiéndole la falda
a la sonámbula brizna de los espectros.
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