Aquí en este punto ciego de la autopsia:
la calígine que da vuelta alrededor del páramo,
está loca y yo finjo estar vivo dentro del núcleo.
Todavía sigo en la enmarañada cascada de los petates,
sigo bajo la tormenta de tiznes y herrumbres del sistema;
pero no olvido de donde provienen mis calcañales,
ni tampoco la procedencia de los estertores
que llegan del cactus como vendavales taciturnos.
Pienso en el trabajo que le doy a la banqueta,
soportarme tal si fuera, ¡si fuera!, un grillete;
no dudo que finge no estar ahí cuando escribo
ni cuando de mis vértebras surgen lágrimas.
Pobre banqueta, pobre de mí, pobre de ella
que sigue bajo la tutela de un loco sin causa,
uno que quizá ya este fuera de control
y las camisas de fuerza ya no le detengan.
Mientras al otro lado del río, el guijarro,
ese que sufre de vértigos y espasmos
que lo están llevando a convertirse en nada;
coge el pañuelo de cartón
y hace figuras con la escarcha caliente
que brota de sus ojos a punto de tumbos.
Por eso, desde aquí donde la aurora no llega
y el Sol es un ser utópico y una ilusión sanguinaria:
sólo yo y mi banqueta, gritándole al silencio etéreo.
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