Cada día la niebla nos extrae la congoja y la brizna del
lenguaje;
hay barriles donde nace la noche y estira sus brazos llenos
de herrumbre,
¿a dónde han ido los hospitales del tabique, las flores de
loto y su alquimia?
Lloran oscuras las peonías con sus delantales usurpados por
el oscuro.
Uno tiende a ocuparse más de los espectros; por lo tanto, uno
se despoja,
─nos despojamos de la sal como astutos caracoles sobre la
arena.
¿Podemos quizá al fin dibujar el universo en un puchito de
lágrimas
o desdibujar las horas mientras el péndulo oscila entre grises
arco iris?
Hay tanto enredo en los espejos, laberintos en cada trozo
del subconsciente.
(Quizá veamos naranjas y cigüeñales automáticos bajo el capó
de la ceniza.)
A diario nos llueve la inexperanza, nos atrapa la vorágine
del pubis
o la erupción de las osamentas en plena estampida del
crepúsculo.
Nos atisba el camino, la lejanía nos cuece cada paso sobre
el asfalto;
el dolor es más agudo y fantasmal, sobre todo cuando el vértigo nos abandona.
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