En los halcones de la barba,
el crujido abismal del problema;
en los espejos cóncavos del cielo,
las tristes palmeras del insomnio;
frente a mí, los escudos de la guerra,
colibríes del socialismo silencioso,
anzuelo de senos, piernas de carbón.
Camino sobre el césped de mis ojos
y a veces o a veces, tiembla mi retina;
sin embargo, cuando escribo fragmentos,
el pálpito del corazón del cuaderno
se cristaliza en el humus del crepúsculo;
pero es tan grande la nave del fétido smog,
y tan grande el resuello vertiginoso de la Tierra.
En la cumbre del mundo utópico:
la sensación del orgasmo de las alas,
la corona o guirnalda de alelíes,
que ahorca la garganta del poema.
Desde ahí, veo la sierpe del río,
oscura, cloacal, asfixiante, mortal;
tal es el caso de las llantas del gigante
que aplasta gardenias, petunias, rosas;
luego, en el asfalto, la penosa muerte.
─¡Pena y muerte: lazo de la horca!
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