A: Rebeca Henríquez
Sobre aquel momento de soledad, el susurro personal de los violines.
Solo. Solamente el salitre de la lengua, razón de murmuraciones clandestinas;
atrás del espejo, la mirada tersa y despiadada de las tarántulas traspapeladas.
Sobrevivo al final de mecates, mientras los armadillos pasan desapercibidos.
─He vuelto a soñar con lo asible, mientras me embriagaba con el néctar de xana.
Hoy, en esa bifurcación de trenes y olivos: la mutación desenfrenada del Maquilishuat,
la llamada de la aldaba escupida por la política, espacio reducido de la democracia.
─Yo, penetrando en el río, hundido como aquel guijarro gigante, pulpo sin tentáculos.
Me niego a creer, en el claroscuro de las libélulas, niego todo, menos mi silencio.
En esta hospitalidad traslúcida del espasmo, la medicina natural de las gaviotas;
me he permitido volar, tal si fuera un cuervo despellejado por el ácido del cielo.
Escucho con prontitud, a veces lejana, la voz inasible de Natura embalsamada.
Enciendo velas, candiles y poemas: únicamente cuando solloza la verde Rebeca.
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