En aquella vía inhóspita del trasiego,
la vereda que surca el pubis de las tablas;
a veces, la retina apunta hacia las ergástulas,
ahí es donde entran las corruptas libélulas;
mas cuando los vértigos hacen su vaivén,
las garras preparadas de aquel gato
terminan barriendo las calles de Los Ángeles.
Se nota el resuello del llanto en los vellos:
tras la luz de aquel espejo cóncavo y olvidado,
la imagen distorsionada del polvo pululante;
en la silla mecedora, el lumbago de la espera,
la catarsis del espectador, tragedia salvadoreña.
En ese rumor de gaviotas, trenes y tranvías:
el espectáculo morboso de las noticias,
ubicación, el sofá frente al televisor,
obscuro derramamiento de lágrimas.
¡Te cruzo por cien dólares!, ¡qué barato!
Al siguiente día en los periódicos del espasmo:
"Muere cruzado un salvadoreño errante",
su cuerpo fue encontrado como barco,
flotando en los fríos rieles de aquel río.
Y al final de la noticia, un soliloquio:
─¡No existe la suerte!
─¿Y hasta que estoy muerto me lo dices?
─Ya te lo había dicho.
─Sí, ya recuerdo cuando lo oí de ti, mas no escuché.
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