En aquel tiempo: en donde los trompos hacían agujeros en nuestros bolsillos, sandalias de carne y uñas de tierra, canicas de oro; turnos humildes e inolvidables: juegos de ronda, cucas peludas, hoyitos, trompos que bailaban junto a nuestras sonrisas...; así nos vigilaba el torogoz, vigilaba el sube y baja de nuestras espaldas. Después que la naranja mecánica, destrozara el vidrio de nuestros juegos, destrozó también al lienzo sano del tiempo; nosotros crecimos y no nos dimos cuenta de aquello que una vez perdimos, de aquello que en nuestras células nos unía como amigos y como hermanos, de aquello que nos alejaba del vicio, de aquello del cual el orgullo salía, de eso que todos llevamos dentro y la generación nos impide que saquemos. Hoy, lápidas ambulantes en las aceras, amapolas a media luz, gritando ¡soy una puta!; colibríes que con sus ojos de girasoles, desnudan al espasmo que camina sin cautela por las calles adoquinadas del pueblo; tanta es nuestra maldición, caminamos como el equilibrista en la cuerda floja y agarramos de vara las piernas o las nalgas del clavel en cinta; es peligroso cuando el cuervo sale en la televisión, le da por sacarnos los ojos a punta de consumismo y echar nuestras canicas al río que nace de la montaña enferma. Ciegos y jugadores: sentados en la mesa redonda, jugando naipes con el dinero del pueblo, dando me gusta a la página del exterminio, durmiendo la siesta en el trono de las cloacas de oro, sacando lustre a la silla abismal de la política; mientras tanto, en aquel cantón donde el agua es una sustancia sólida (un lago de barro), los caites duermen en el colchón de la chinche, toman del agua del cactus y abonan el campo con sus letrinas naturales; es poco lo que se puede hacer sin una niñez educada, es poco lo que se puede hacer sin una cultura propia.
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