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lunes, 11 de marzo de 2013

Tizne


¡Cuánto hollín hilado en las ruecas del espasmo!, ¡cuántas campanas resuenan en la contaminación de las narices!; mientras tanto, el tizne juega con el paladar del transeúnte, las llantas se ríen del cierzo y de los vendavales que provienen de los pulmones aún palpitantes en las hojas del vértigo; sin embargo, yo, aquí escribiendo lo que ya se sabe, quitándole el polvo a las páginas ya muertas, pidiéndole perdón a los árboles por el uso de sus entrañas, y por ocasionar daños con el dióxido de carbono que emana como bomba de mis tanques de oxígeno. Al fin y al cabo, el sembrar árboles sólo es un pensamiento ensimismado y fantástico; el estiércol camina como si nada por las aceras seniles, y los perros huelen el poste orinado por otros perros; la hora se hace más vieja y las raíces se vuelven enemigas de los tallos, y no se diga de los frutos. Hemos convertido en un hospital sin medicina al orbe, hemos llamado progreso a la destrucción de los bosques, hemos electrocutado el alma de los lagos y ríos, esos que no se han podido defender de nuestros dientes destructores. Los vertederos de la inconsciencia, los basureros de la influencia, los servicios sanitarios de los breñales, las naranjas cibernéticas que nos chupamos a diario, los harapos que cubren la violencia tribal, las pestañas que se queman en el horno de los prostíbulos del cigarro; todo esto, quizá nadie lo note, pero son cosas que son parte de la incongruencia de la naturaleza y nosotros; salvo cuando ponemos una pizca de atención a las acciones, vemos el cambio frente a nuestro entrecejo.           

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