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sábado, 27 de octubre de 2012

Aquella noche


En donde los cuervos eran azules, los féretros eran blancos, las velas eran oscuras, los azulejos eran agrietados. Aquella noche que vivimos lo nunca vivido, aquella noche en donde los espectros tenían un jolgorio; tiempo donde no había espacio para el tiempo, noche donde no había obscuridad, tinieblas que asumían el insomnio de la lechuza, murciélagos que lamentaban la pérdida de la sangre; hasta la Luna reclamaba una parte de aquella alma hecha añicos. Siempre mantuve conmigo el amuleto gótico, pero desde que ocurrió aquella masacre, mis labios se tornaron dos lápidas olvidadas en la calígine, despertando en mí, una ilusión enormemente pálida y pétrea; ya desvanecido en el nicho, dejando caer millones de lágrimas, mis ojos desnutridos por el pesar de mi conciencia y sólo la soledad acogiéndome en su regazo. Sin novedad, sin nada que perder, me hundí en el tártaro, dejando a personas que en realidad me acompañaban con sus liras solidarias; las coplas ya no significaban nada para mí, los poemas eran un universo perdido en el oscuro corazón perverso. A través de los peldaños que me llevaban a la catacumba de mi prisión, encontré a los espectros enojados conmigo mismo: lanzándome dagas en el corazón, lanzándome malos augurios, lanzándome ácidos, lanzándome todas sus iras; ─yo─, postrado en el suelo como harapo curtido por los planes del cementerio que me rodeaba, derramando sangre en vez de lágrimas, avergonzado de haber cometido tal atrocidad. Perdóname amada mía, por haber asesinado nuestro amor con la navaja del negro cisne.   

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