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martes, 25 de diciembre de 2012

Escuché navajas muertas


Susurrando detrás del espejo, cortando a la hojarasca en pedacitos, disfrutando de la herida que pende de las agujas del reloj a cada momento; oscura noche en el día de los espantapájaros: asustando pericos, asustando gavilanes, asustando al ronquido del sabio y metiendo un poco de luz en la chimenea del diablo. El tizne sobrevive: en la piel de los ciegos, en los parpados de los ojos borrachos, en las pisadas que da el elefante del horóscopo, en el polvo de estrellas traga falos, en el entrecejo humeante de los bueyes, en la pila de orina que cultiva zancudos. Sin embargo, todavía escucho navajas muertas, pidiendo que se les recuerde y que se les haga una estatua de barro en medio de la plaza de los espectros; amiga de doble filo, ¿de dónde viene esa lengua tan destructiva?, ¿esos ojos tan crueles?, ¿esas leyes que a fin de cuentas son mentiras?; hay muchas respuestas sobre la mesa, hay muchas tumbas sin flores, hay estiércol sobrando en cada colmillo, hay sangre que coagula sentimientos y los vuelve escarcha fluorescente. La justicia pide justicia en la silla eléctrica de la mordida; aquel tratando de hacer las cosas conforme a la ley y aquella aprovechando la inocencia de la víctima en la vía; sospecho que estas mordidas se dan a diario, lo malo es que en las noticias no sale absolutamente nada; pero en el corazón de la poesía se descubre hasta el fantasma más oculto, obligándolo a pisar la luz y desenmascarándolo frente al lector que sufre al ras del filo de la lengua. Te pido justicia... Dios mío.          

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