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jueves, 27 de junio de 2013

Pensión salvaje


Entre fangos alados, el agua ecuestre de las pupilas del limbo, ¿acaso tengo astillas en los ojos?, ¿acaso hay tregua para la metáfora de las lámparas? Ya no hay néctar sexual en las petunias, salvo si los alambiques tejen su pulcritud en los pezones de los pétalos, la abeja llega y convierte en vértigo la edad de los espejos. Sin embargo, cuando el aliento duda, el aguijón se clava directamente en el insomnio de las sienes; -pero hay puchitos de estridencia en las garras del murciélago-, también cartas sin firma en el pómulo rosa de los tabancos; no hay duda, que en el asfalto de la barbilla, las digresiones vuelven de la rueca de las tarántulas. Por la noches, sentado en las sombras de mis trascendencias: el túnel que finge ser la inyección para el sonambulismo, el taburete de guerra de los espectros, la taza de letras que a veces se vuelve espasmo, la pluma que rueda a goterones y solloza en la angustia de la hoja sin blanco. Llega como ola el sabor a desagües de los vendavales y tiritan mis poros, izo mis alas y vuelo hasta el péndulo de la utopía del pubis. A medianoche: el trallazo del pálpito, la pata resquebrajada del caballo alado, la tiznada angustia de las flores en las aceras, la tristeza de las libélulas, el ardor constante de mis barbas. Le pido a Deméter que venga y sufra junto al manto gris del orbe al filo del páramo, le pido que aguante un minuto el estertor y luego se entregue al féretro que carga mi espalda. Siempre que divago en esta pensión de tribales y trasiegos de cierzos negros, tiendo a morir un millón de veces, para que el fantasma del poema se alimente y vuelva a su nicho con mis desalientos.

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