Las aves se cierran
ante tus ojos. Los ríos vuelan con las entrañas colgando al son de la guitarra
hidroeléctrica que tocan. Piedras negras laten en lo oscuro del sopor. Las huellas son como un
unicornio que busca la puerta para salir del orfanato, mientras el reloj cuenta los
intentos de escape de una cigarra perdida en su propia imagen. Perverso mercurio el que
arde entre tus piernas; seguramente no sobreentiendas la voz amputada de la banqueta del
silencio. El viento necesita de un respirador artificial y nosotros una manera de vivir de
la sed. Santa crueldad. Santo albedrío. La noche se hincha ante tanta mirada perdida en
su vientre. ─¿Aún no has llegado? La historia sigue su curso, no conoce final; entrégate
aquí mismo y descansa como lo hacen las hojas del capulín en el tejado. No digas
que no te advertí sobre el reguero de dagas. No digas mi nombre sin antes pronunciar el
tuyo a las alondras que pasan. (¡Acércate!)
Aquí siguen tus alas, hurga en mis sueños.
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