Junto a mí había un hospital siquiátrico
que tenía habitaciones iluminadas por
luciérnagas.
En él los caballos galopaban hacia la lejanía.
De cierto modo yo ya era parte de ese todo
y de cada uno de los tragaluces que allí
florecían.
Del viento, a propósito, bajaban escarabajos
de nubes,
traían varias noches ocultas en sus pelotas de
luz
para entregarlas a escondidas a las
luciérnagas.
A diario me desvanecía en el suelo a
preguntarme si era yo el que allí aplaudía
o si era alguna gárgola que se había dejado
caer sobre ese pueblo.
(Era un
hospital siquiátrico con arcoíris asmáticos en el sótano,
ahí se
sembraba toda clase de hongos y se cosechaban palabras en desuso.)
Tendrás que caminar como nosotros ─me decían
los inquilinos─,
mientras en cada una de sus huellas un reloj marcaba
la memoria
y una nueva senda era descubierta al poner esas huellas en el hueco de mi mano.
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