El
amor no puede entender la tortura. Hay vasijas rotas en las pupilas de los
girasoles obesos. Aquí
y allá, los metales trenzan féretros y capturan las cartas en pequeñas vitrinas
alojadas en
el pecho de un abanico desnudo. Esto no sucede a diario, en el calendario hay
incluso cementerios
ensimismados en los números que ahí se ríen. Parece tan inverosímil el retrato vomitado
sobre la blusa atornillada al tuétano de las lechuzas. Cada noche es un
automóvil con
parabrisas polarizados y dentro de ella las carambolas bailan el flamenco misterioso. Todo
se prohíbe, las leyes son el papel antihigiénico más caro del mercado. Dígame
usted, sin
más espera, ¿en qué villa no se come carne humana al amanecer? Irritadas camas alumbran
el cielo, de ellas el invierno se sirve y perece cual gato peregrino dentro un
bote de basura.
Usted no tiene reloj, ni péndulo, ni gárgola que vigile el hormiguero, ni bala
que hunda
su carne en el aliento; hoy, nos adentramos al placer inhóspito del musgo,
antes de que baje la marea y arrastre nuestros cabellos hacia el abismo.
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