La
calle, el viento, son los mejores gimnastas del momento. Entre sus manos la
sangre corre y
hierve cual sol hundido en su propio sudor. Aquí, nadie sabe de pájaros o
palomas, sólo de cuchillos,
metales o pistolas; el amanecer es un zócalo donde actúa la irrealidad (como quisiera
que fuese así), mas es un canasto del tamaño de un agujero negro. Escucha, los
perros ladran
y nada se escucha, no se oye ni el paso del aliento entre las fauces oscuras de
la penumbra.
Ahora todo es silencio. La lluvia ha perpetuado las ruinas de un puñado de guijarros.
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