La
tristeza pernocta sobre una roca. Ahí, los querubines se mecen y se ríen
hojarascamente de
los rituales que a diario hacen los periódicos para prostituirse con manía. Pero
los escombros
aumentan el sudor manante de la frente, una sonrisa fluye entre los vestigios, como
si fuese a desembocar en los colores vivos de un crepúsculo envuelto en una
bolsa plástica
y fría. Muchos duermen con el reloj bajo la almohada, seguramente para
descubrir el
tictac que los llevará a conocer la cuenta regresiva de su muerte, el instante.
Por la vereda el
sol corre despavorido, huye de nosotros o de sí mismo; sobre la torre, los
pájaros agujerean las
campanas caprichosas del llanto. Un paso en falso, el viento conoce cuán
profunda es la desmemoria
diluida en el alambique de los escarabajos. Nosotros no somos sino el
claroscuro de
las linternas celestes, en nuestros ojos hay círculos oblicuos y montañas
erectas a la espera de
una brújula sin anuncios en su pubis. Debemos trotar como trotan los caracoles
sobre su misma saliva. Mañana descubriremos el por qué la luna baja y escudriña en nuestras chimeneas.
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