Supongo que nadie cree en los gritos agónicos de la Nada.
Ellos llegan como ratones al errante queso que destilan las
páginas azules.
Las ventanas son testigos, el patíbulo los envía sin piel al
patio ciego,
ellos caminan como ciervos a la espera de la caza; ésta, no
es una caza de muerte,
es una caza de musgo para cubrir las extrañas heridas en sus
crepúsculos abiertos.
A veces vienen envueltos en cabellos de estrella, otros en
luz apagada de luciérnagas;
envainan el instante en un horrendo y a la vez bello
lavatorio de abedules.
Su alma es tan vieja que todavía cose ─al igual que
nosotros─ heridas ebrias del oráculo;
sobre la rueca yace sentado el sótano, sala de espera de las
solitarias multitudes.
Diré que los relámpagos no son más que los ojos agrietados
de cada alarido,
la lluvia lo afirma al perforar la retina inflamada de las paredes.
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