La madrugada estalla a la orilla del vértigo.
El día avanza y ahorca los pasos sobre el follaje
malhumorado.
Rumor de ventanas en el piso número dieciséis del patíbulo,
horadan con cierto espasmo las alas repletas de sombras de
los colibríes.
(Tal vez necesite de
tus alas para cruzar hacia el umbral húmedo de la vigilia,
tal vez necesite el
grito de la bruma o el epitafio sencillo de caracolas envueltas en llamas.)
De un lado a otro, las fotografías miden el tiempo y
desgastan los ojos agitados del aliento.
Lejos de aquí, al final de un despeñadero, el emporio se
conforma de muchas brújulas,
calles obtusas y paralelas a la voz inhóspita de un
hormiguero de cuervos.
A veces se conversa sutilmente con los despojos de obsidiana
de los relojes,
incluso se platica con el eco que viaja en pequeños sacos de
agonía,
aunque dentro de nosotros ya no haya palabras, solo veintisiete letanías de güistes.
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