Hurgo en esas demasías poco sublimes de la hojarasca.
En ella el aliento se vuelve otro cadáver tan seco como los
ríos
y devuelve cada fotografía con un dialecto diferente en las
ojeras.
Sobre los árboles, el viento pasa como transeúnte escupido
por el musgo,
mientras sus lágrimas caen como último rocío en el rostro
flagelado de los anfibios.
Desnutridas calles. Ojos siniestros tras los faroles
humedecidos por luciérnagas.
Es un día de espermas azules, olores y laureles cauterizan las
agujas de las ventanas.
Al caminar uno se lleva en los zapatos las lágrimas
entumecidas de los espectros,
son los que no dejan dormir las páginas pluscuamperfectas
del crepúsculo.
Escucho entre la puerta esos susurros afilados del
horizonte,
aunque digáis que todo está bien, aunque digáis que es el
invierno el que toca;
a veces al sentarse, uno cavila sobre esos peces colgados
del retrato
y con ese llanto incesante de paredes, uno convierte al vértigo en poema.
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