Al fin y al cabo, siempre fue un alma arrugada,
con ojos ambarinos como el color oculto en los periódicos;
olía a muerto, por no decir que a ciprés hecho añicos,
colgaba su saco sobre las gotas de rocío del candelabro,
mientras en el hueco de su mano escondía la risa del sol
y entretejía las luciérnagas que tocaban con malicia su
pecho.
Nunca conoció el mar oculto tras los barrotes aterciopelados
del cosmos,
aunque dijo que lo había soñado muchas veces,
aunque dijo que lo había visto en los ojos de una muchacha de
otra época
y en un armiño que construyó sus alas del metal de la Nada.
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