Enfurezco. Estoy atado entre dos puertas ecuestres.
Mi alma está manchada y mis ojos explotan a cada instante.
Digo al desplomarme lo mucho que amé el pálpito de las almendras;
abro una puerta como abrí los ojos de las luciérnagas antes
de capturarlas
y enviarlas a lo más profundo del infierno que finge no
existir dentro de mí.
Escribo sobre las rodillas ambarinas: “Aquí no se piensa
mucho en el que dirán.”
Toda mi vida ha sido una tumba rota, ¿a cuántos esqueletos
no he visto desgajarse del huerto o imitar al granizo que vive, antes de caer
en la alambrada oculta en la coronilla de la nostalgia?
Odio imitar a los ciegos, aunque disfruto cuando veo u
observo las entrañas despegadas de los árboles a fuerza de penumbras. Todo
tiene que acabar, no como piensan los cuervos;
todo tiene que acabar como cavilan las panteras al llegar el crepúsculo.
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