No
hay escape. El cielo es una crisálida invertida. Soy yo en un pronto desagüe de
páramos heridos,
abierto a los orines de rata que caen sigilosamente del cielo. Tal vez el
tiempo ya no es
tiempo, sino arena con sabor a veintiún horas más tres güistes. ─Lo sabes muy
bien. Aunque
observes el descenso pacífico de un Sol tan ebrio de nosotros. ¿Cuál es el
propósito? ¿Acaso
somos una peña o pozo o lanza? Hemos recorrido alcantarillas y alcantarillas, cementerios
y cementerios, hospitales y hospitales, manicomios y manicomios, incluso hemos
dormido a la par del respiro de la niebla; hemos construido orfanatos con la
sangre que
quedaba en las piscuchas, hemos arrancado la piel de la noche para disminuirle un
poco el
frío a los ixcanales. Y sin embargo, tu sexo recorre las baldosas agrietadas de
esta enorme ciudad, que ya no es ciudad; mientras cuentas cada fotografía revelada bajo un árbol de
fuego y
dibujas el rostro de aquel cuya frente es un rombo de rosas negras. Habitas
aquí, como siempre
sobre un río de esperma, inhabitable, en medio de una disputa entre anémonas y pulpos sin océano.
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