El instante es un látigo
que azota desde ambos costados a mi pecho;
dentro de mí se erige una ciudad de musgo,
una bola de luces translucidas y derretidas a
la vez por el frío.
El crepúsculo de mis venas necesita de
acupuntura,
ya no puedo seguir bajo este trance de petates
y ni tan siquiera el rojo de las nubes me
devuelve la sangre.
En algún lugar, la tarde se vuelve el poema
más hermético
y los pelicanos hacen de sus picos el
sarcófago más aceptable.
(Cada
noche respiro como los peces fuera del agua,
incluso
he llegado a creer que la noche es un anzuelo
y los muertos son los que pescan a los vivos.)
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