Respirar
agujas se ha vuelto una necesidad perpendicular. Ellas nos han vuelto
indiferentes, a
tal punto, que la sangre nos es un vaso de vino, un cielo como cualquier otro
cielo, una herida
inimaginablemente pétrea. Reímos por no llorar. Abrazamos a diario el talpetate
de los periódicos,
sabemos a qué sabe el tráfico de sus telarañas. El país es una casa abandonada, un
sitio donde el más peor suicida no tiene lugar donde suicidarse. ¿Cómo
enfrentarnos a una aurora
quemada hasta el tuétano? ¿Cómo dibujar la bandera o sus yunques? ¿Cómo imitar
a los
payasos que se suben a pedir y lo único que consiguen es una mirada desnutrida?
¿Cómo seguir
viviendo sin vivir? La vida es un pozo y un péndulo. Atados a la garganta
reseca del cielo
están los pájaros, y pronto, lo estaremos nosotros. Nadie sobrevive en este
extremo del mundo,
salvo las tarántulas y sus sótanos cubiertos de escamas. Luego uno se pregunta
si los rumores
son ciertos, incluso hojeamos la médula del viento. Tal vez ya no quede en
aquel sitio
una hoja para volvernos paisaje o para volvernos tótem mientras las esfinges escoltan
al crepúsculo.
A veces olvido lo que soy cuando leo los periódicos, quizá me he vuelto eremita de osamentas; o quizá, amor, nos hemos vuelto coleccionistas de hijillo.
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