El viento intolerante sale del papel a la
velocidad del sonido,
arranca de las paredes el hollín ahí
emponzoñado, lo aplasta,
lo escupe y luego lo recoge en una cantimplora
hecha de lamentos.
Las piedras sonríen al verle caminar como todo
un caballero al desnudo,
las carajadas se oyen a menudo en los péndulos,
los péndulos de los niños,
aquellos péndulos ya estropeados por el
amarillo retorno de las agujas.
Vendo periódicos, ─le dije─; y ella
indiferente siguió su camino;
al llegar a la puerta de su casa, regresó como una
cansada centella, sin labios.
No regresó hacia mí, ni por el periódico, vagamente había visto a su hija perdida.
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