Y una vez más una fragata hecha de despojos
del insomnio,
dispara sus incesantes náuseas contra la isla
donde anidan tus cabellos.
Dispersa el agua, asimismo las estrellas bajo
los copos de nieve del navío.
Entre tanto, los muelles sufren con las
heridas vaticinadas por un caracol,
por un caracol que a paso lento sintió en
carne viva las astillas del sopor.
La niebla amuebla de alabastros nuestros
dinteles, mientras acudo al acantilado,
mientras vierto la saliva en el alambique
atormentado de los escarabajos:
la noche ha abierto un agujero entre el yo y
el lejano reguero de sangre.
(Siempre
la lluvia nos deja un poco de letanías con sabor a vértigo,
incluso
el verano nos advierte de lagartijas en los relojes.)
Y otra vez, desnuda, despliegas tus heridas
por todo el cuarto,
aunque cada ladrillo esté infectado con la ponzoña del entorno.
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